miércoles, 13 de abril de 2011

Ecuador: 13 de Abril día del Maestro y su relación con el I:. P:. H:. Juan Montalvo

En Ecuador el 13 de abril se celebra el día del Maestro en conmemoración del Natalicio del  I:. P:. H:. Don Juan Montalvo Fiallos, Ilustre Albañil Ecuatoriano. Es por ese motivo que me he permitido transcribir esta semblanza realizada en 1912 por “R. Blanco – Fombona”, a fin de transportarles hasta aquella época, pensando que incluso así comprenderán los lectores porque los ecuatorianos somos tan jodidos, pero ya lo dijo “Montalvo”:

"Desgraciados los pueblos donde la juventud no haga temblar al tirano"

Digamos que a eso me vengo dedicando, con mi forma tan particular de hacer “albañilería”. Disfruten esta lectura.

Muy fraternalmente:
Yuguito (OEVR)
M:.M:. IV° Ord:. R:.F:.M:.

Relación de la Vida de Juan Montalvo[1].

 "Montalvo vivía pobremente porque era pobre; pero vivía dignamente porque era digno." R. BLANCO-FOMBONA.
I:. P:. H:. Juan Montalvo Fiallos

Raro será el americano, hombre de letras, que no conozca alguna página de don Juan Montalvo. Los que ignoran la Mercurial eclesiástica han leído los Capítulos que se le olvidaron á Cervantes. Puede no haberse oído hablar de El Espectador; pero ¿quién desconoce enteramente los Siete Tratados?

Digo enteramente -porque, aun ignorando la obra, de seguro se han leído algunos fragmentos de ella, como que diarios y revistas reproducen de cuando en cuando, con muy buen acuerdo, partes de tan hermoso libro, como para obsequiar á sus leyentes con un trago de vino generoso. 

Es verdad que las obras de Montalvo no son fáciles de obtener, salvo quizás, relativamente. Siete Tratados, Capítulos que se le olvidaron á Cervantes y Geometría moral, editadas en Europa, las dos últimas después de muerto el autor; es verdad que su nombre es más célebre que sus obras", que éstas no han llegado ni quizás llegarán nunca, dada la naturaleza de semejantes escritos, al vulgo de lectores; pero también es verdad que casi todos los americanos, máxime los del extremo norte de la América del Sur, que mejor lo conocemos, aunque lo conocemos mal, nos sentimos orgullosos de contar entre los próceres de las letras a tan insigne maestro. Su influencia, la influencia de su estilo, si no la de su ética, es patente al través de las generaciones. Siempre hay en tal o cual República tal ó cual escritor en quien se advierte, como en la tierra el surco abierto por el arado, la huella de la pluma que escribió las Catilinarias. Es también don Juan Montalvo de los autores á quien citamos más á menudo en América cuando nos referimos á estilistas castellanos, poniendo su nombre entre los de Baralt y José Martí, o cuando nos enorgullecemos de poseer filólogos que penetraron hasta los silos del idioma y sacaron al sol el alma de la lengua y entonces repetimos el nombre de don Juan Montalvo, entre los de don Andrés Bello y don Rufino Cuervo. Por último, sabemos vagamente que fue un rebelde, un irreductible y como á tal lo citamos. Pero á ciencia cierta, ¿qué conoce la generalidad del carácter y de la vida de Montalvo? Nada, casi nada, bien poco.

Montalvo murió ayer, puede decirse, puesto que falleció en enero de 1889; su obra es de constante contemporaneidad; su influencia en las nuevas generaciones americanas, por lo que respecta al lenguaje, se mantiene viva en tal cual escritor; los contemporáneos de aquel hombre singular, amigos y adversarios, existen aun en muchedumbre,sin embargo, la vida de Montalvo, la verdadera vida, los detalles, nos son casi desconocidos á todos, y una vegetación de leyendas empieza a florecer sobre la tumba del maestro y á desfigurar aquella fisonomía. Estas leyendas que trepan como enredaderas sobre la estatua y la ocultan á los ojos del que pasa y quiere observar, no son sino desviaciones de la gratitud y de la admiración. En vez de plantar un árbol -junto al sepulcro del maestro hemos plantado un bosque. El hacha tiene mucho que hacer en torno de esa tumba. La gran lección de ese apóstol, la gran moral de ese ejemplo, la gran verdad de esa vida deben aprovecharse intactos y escuetos. Es necesario que la podadera termine con toda la vegetación lujuriosa de falsedades tropicales y que aparezca en obra digna de perdurar una. Vida de Montalvo y un Examen critico de sus obras. Los admiradores del maestro nos deben esos libros.

En América debemos convencernos de que no  basta producir varones ilustres, que es necesario merecerlos, honrarlos, estudiarlos y mantener encendido el fuego de Vesta en torno de aquellos nombres que lo merezcan, entendiendo por tal fuego, no el aplauso desacordado é ininteligente, sino la escudriñadora mirada que explica lo que advierte y el afecto vigilante que, como grano de sal, guarda en sazón lo que sin ese grano conservador vendría á parar en cuerpo manido.

Es así, por medio de esa cadena de solidaridad entre las generaciones, cómo los muertos nos gobiernan desde el fondo de sus tumbas, cómo no hay solución de continuidad, en las letras de un pueblo, cómo el alma nacional se acentúa, cómo el arte y los artistas pueden tener historia en Hispano América.

No repitamos jamás, en sentido disociador, el verso de Longfello w :

Let the dead Past bury ist dead !

Don Juan Montalvo nació en Ambato, República del Ecuador, hacia el año de 1833. De sus padres habla en los Siete Tratados; y en una carta á don Julio Galcaño, desde París, en octubre de 1885, escribió:   

«Lo que hay de sangre española en mis venas me viene de Andalucía y no de Galicia. Anduluz fue mi abuelo paterno don José Montalvo y de Andalucía pasó este nombre á Cuba, donde se formó la opulenta familia que hoy lo lleva ennoblecido, yo no sé si por sus altos fechos, ó por los millones del viejo Conde de Montalvo que murió ahora ha algunos años en París.»

 Pero como don. Juan carece de preocupaciones nobiliarias. agrega en su epístola: <« Lo cierto es que el marquesado y el condado son hoy en día tan baratos, que tan solamente por prurito democrático no  es conde ni marqués cualquier indiete que asoma por ahí con cuatro reales.»

Montalvo pinta a su madre como á una hermosa dama y á su padre coma á caballero de gentil prestancia. Su padre poseía un campo, según me informan, cerca de Ambato. Entre ese campo y ese pueblo corrieron la infancia y la adolescencia de Montalvo.

Ambato es un pueblecillo de los Andes equinocciales, no mayor de 8.000 habitantes. El pueblo, situado en un valle entre los montes sublimes, tiene en su torno la soledad, que tanto amó don Juan Montalvo, rocas, turbiones, quebradas profundas, todo el aparato imponente de la naturaleza tropical y toda la exuberante vegetación de la zona tórrida. Disculpándose de por qué acometió la empresa de continuar el Quijote en los Capítulos que se le olvidaron á Cervantes, Montalvo pinta su Ecuador nativo y arguye que el medio grandioso predispone á los atrevimientos intelectuales. He aquí sus palabras : « El espectáculo de las montañas que corren á lo largo del horizonte y obscurecen la bóveda celeste haciendo sombra para arriba; los nevados estupendos que se levantan en la Cordillera, de trecho en trecho, cual fortificaciones inquebrantables erigidas allí por el Omnipotente contra los asaltos de algunos gigantes de otros mundos enemigos de la tierra : el firmamento en cuyo centro resplandece el sol desembozado, majestuoso, grande, como el rey de los astros : las estrellas encendidas en medio de esa profunda pero amable obscuridad que sirve de libro donde se estampa en luminosos caracteres la poesía de la  noche : los páramos altísimos donde arrecian los vientos gimiendo entre la paja cual demonios enfurecidos : los ríos que se abren paso por entre rocas zahareñas y despedazándose en los infiernos de sus cauces, rugen y crujen y hacen temblar los montes', estas cosas infunden en el corazón del hijo de la  naturaleza ese amor compuesto de mil sensaciones rústicas, fuentes donde hierve la poesía que endiosa á las razas que nacen para lo grande.»

Cerca del pueblo donde nació Montalvo corre un río. el río de Ambato. Allí se iba don Juan adolescente; arbitraba los medios de allegarse á un gran peñón que se irgue, pecho afuera, en el centro de la corriente, y sobre la peña del agua se instalaba el soñador horas y horas, sólo con sus pensamientos y sus libros. En vano los vecinos le aconsejaban se precaviera contra una de esas violentas acrecidas de nuestros ríos. Don Juan sonreía del consejo. El placer de la soledad bien podía comprarse al precio de un susto. Y este amor del aislamiento fue tan absorbente en Montalvo desde sus más verdes mocedades, que no contento de su Ambato solitario y de su río campestre, íbase por temporadas á Baños aldehuela de cien casas, á siete horas de Ambato, en el oriente del Ecuador. Baños es pintoresco sitio andino donde a más de soledad encontraba Montalvo otro tesoro : -panoramas magníficos y la hermosa cascada de Agoyán, ese Niáraga ó Tequendama del Ecuador. Allí estudió, allí sonó, allí meditó, y, dados la edad y el temperamento rijoso de don Juan, puede asegurarse de firme que allí amó.

Montalvo, como otros dos americanos, de los más sabios en punto á letras. Bello y Baralt, fue un autodidacta. Pero mientras Bello completó su aprendizaje con diez años de Londres, Montalvo, como Baralt, salió de sus breñas nativas armado de todas armas. Excluyendo una estada en Europa de 1858 á 1860, — y otra hacia 1869 de que no puedo fijar la duración, pero nunca mayor de dos años, — cuando Montalvo se radica en París, es para publicar los Siete Tratados, escritos en parte, según parece, en Ipiales, pueblecito de Colombia por el estilo de Ambato, donde fijó su tienda de proscrito durante varios años. Fue á partir de 1882, quizás, cuando Montalvo arraigó en París, donde iba á fallecer. Es cierto que Montalvo hablaba en El Espectador, en 1886, de los ocho años de Europa de sus tres viajes; y que en los Siete Tratados, impresos en 1882, en Besanzón, se descubre que ha recorrido Europa; pero ya el escritor para 1882 y hasta para 1869 y hasta para 1858 estaba formado y el erudito, de seguro, no hizo sino acrecer su caudal de ciencia. En 1858 contaba Montalvo veinticinco años y á los veinticinco años en cualquier parte, pero mayormente en la prematura América del trópico, un escritor de raza está formado, no ya en flor sino en sazón. El caso de Montalvo tiene más similitud con el de Baralt que con el de Bello, ya que Baralt también había escrito no sólo páginas admirables sino su Historia de Venezuela, que es su obra maestra, antes de fijarse en España. Es más: fue á residir en España precisamente porque su país, al que acababa de erigir un monumento, le pagó al historiador persiguiéndolo: ninguno de los contemporáneos, comenzando por Páez, Presidente de la República, estaba contento con Baralt, que se había reducido a la escueta verdad, sin lisonjas para los vivos ni para los muertos. España, con quien la justicia lo llevó á veces a ser duro, fue más generosa con él: le acogió. En España pudo pasar el resto de su vida; en España obtuvo los honores que merecía su talento; en España murió.

Montalvo también irá á morir en el destierro, pero no es por esta sola circunstancia que su vida puede paralelarse á la de Baralt, sino también por haber sido un gran maestro de la prosa castellana y un hombre que lo aprendió todo ó empezó á aprenderlo todo por sí propio, en el fondo de sus montañas de América.

Griego, latín, inglés, francés, italiano, castellano, Montalvo lo sabe todo y todo, según parece, lo estudió por sí mismo ó con el apoyo de maestros lugareños de Ambato y de vagos profesores de Quito, en cuya Universidad cursó rudimentos de Derecho. Su memoria, verdaderamente extraordinaria, lo ayudaba mucho. Lo aprende todo y lo aprende todo bien. Su erudición, que es inmensa, es bebida en la fuente. En él todo es puro como el oro y claro como el cristal. A Platón lo ha leído en griego, a Séneca en latín, a Milton en inglés, a Racine en francés, al Tasso en italiano y conoce á los españoles profundamente, desde Gonzalo de Berceo hasta Saavedra Fajardo y desde el Arcipreste de Fita hasta Rodrigo de Caro. Poniendo por obra una opinión conocida de Goethe estudió lenguas ajenas para ahondar mejor la propia; y tanto se benefició con el aprendizaje don Juan Montalvo, que para encontrar á sus obras literarias hermanas dignas de ellas, en orden á elegancia, pulcritud y maestría en el lenguaje, es necesario remontarse á lueñes días y á los mejores cultores de la prosa castellana. Cervantes, Quevedo, Hurtado de Mendoza, Luis de Granada, tales son sus pares en letras.

¡Ya este grande de España de las letras no lo quisieron por colega ultramarino, á pesar de Castelar y de Núñez. de Arce, las pálidas sombras, cubiertas de orín, de la Academia! De cómo se sulfuró contra alguna de estas sombras Montalvo dígalo el crujir de los viejos huesos de Aureliano Fernández Guerra y Orbe, nulidad devotísima y ensimismada. Por lo demás, Montalvo no solicitó el honor académico y escribió, no sin amargura é ironía, : « yo existo fuera de la Academia».  

En la Democracia, hebdomadario de Quito, aparecieron los primeros artículos de Montalvo, artículos  « un poco lamartinianos», según me informa el novelista Corral, que los ha leído. Tenía Montalvo alrededor de veinte años. Pronto pulió las zarpas y empezó á rasguear con la ágil péñola que tanto conocemos, libre de toda suerte de imitaciones, habiéndose encontrado á sí mismo. Hacia 1858 se embarcó para Europa y vivió en París dos años. Ya de regreso en Quito, empuñó la pluma del escritor político, en lucha contra gobiernos de arbitrariedad. Aquí empieza la vida de acción de don Juan Montalvo, esa lucha con tiranos y santurrones obscurantistas, que no acabó para él sino el día de la muerte.

En medio de gozquezuelos que ladraban y falderillos, que lamían una fiera arrogante, de crin dorada y zarpas potentes, empezó á medir la arena y á lanzar rugidos temerosos: era el león de las selvas ecuatorianas, era don Juan Montalvo que salía á la palestra. Ese duelo de Montalvo con ultramontanos del Ecuador ocupó su vida entera, á partir de entonces, porque mientras él vivió, los obscurantistas gobernaron el Ecuador y él, enemigo recalcitrante, fue irreconciliable.

Decía á promedios de la centuria pasada un estadista neo-colombiano de talento, el señor Murillo Taro, si no me equivoco, que, consumada la tripartición de la Gran Colombia, Venezuela se había convertido en un cuartel. Nueva Granada en una universidad" y el Ecuador en un convento. Descartando la exageración de tan magra síntesis, hay en la fórmula del neo-colombiano una gran dosis de realidad. En Venezuela imperaron los soldados, aunque no al punto de impedir que el segundo presidente de la República fuera un civil de tanta cuenta y sabiduría como el doctor Vargas, ni que el cuarto presidente fuera el general Soublette, aquel gran gentleman de Colombia, más hombre de salón, de gabinete y de consulta, por su cultura mental y social, que representante de la barbarie voluntariosa y de la ignorancia soldadesca. Nueva Granada fue siempre país de estudio y de disciplinas intelectuales; lo fue y lo es; pero esto no lo libró de que su primer presidente fuera un soldado, de que cayera pronto en manos de un, bandido como Obando, de que sus liberales utopistas, divorciándose de las realidades sociales, hicieran viable la reacción conservadora, coma equilibrio que buscaba la sociedad entre las teorías y la práctica, entre las instituciones y la nación. Respecto del Ecuador misma, la fórmula es extrema, pero con un fondo de verdad tan positivo como lo que respecta a Venezuela y Nueva Granada.

En ese monasterio se levantó Montalvo. Esas murallas  quiso echar por tierra. Contra la fe y la ignorancia tuvo  que combatir: la fe y la ignorancia, esas dos fuerzas ciegas y todopoderosas.

Las primeras lanzas las rompió contra el presidente don José María Urbina, hechura del venezolano Juan José Flores, prócer de la Independencia y primer presidente del Ecuador. Urbina, nombrado jefe del Ejército ecuatoriano por el presidente Novoa, traicionó a éste y traicionó a su partido. Semejante rasgo lo pinta. Trató  de apoyarse en los liberales, adversarios de Flores y de Novoa, no bien asumió el poder; pero los liberales, engañados á su turno, ó desengañados y malcontentos, hicieron, si no todos gran parte, oposición al gobierno, De este número fue don Juan Montalvo. Era el primer gobierno á quien combatía: el último, en 1888, iba á ser el de Caamaño, aquel sacristán grotesco que hizo reír al mundo de su país porque consagró la República. « al Sagrado Corazón de Jesús»; es verdad que á Caamaño no lo combatió con la pluma, pero lo combatió muriéndose en el ostracismo.

Desde 1860 hasta 1875 García Moreno fue el alma de la política ecuatoriana: Montalvo lo atacó sin tregua, primero dentro y después fuera del Ecuador. Contra García Moreno fundó El Cosmopolita. A García Moreno lo sucede Barrero, tenido por liberal, que ofrece un Ministerio á Montalvo: Montalvo no acepta, sino que funda en Quito contra el gobierno otro periódico: El Regenerador. Pocos meses después cae Barrero, derrocado por Veintemilla, que ejercía el cargo de Comandante general de Guayaquil. Montalvo abrió campaña contra Veintemilla. Esta campaña duró lo que el gobierno, del ex Comandante general de Guayaquil: siete años, de 1876 a 1883. Entonces aparecieron las doce Catilínarias, escritas por Montalvo en su destierro de Ipiales, en Colombia.

Tales noticias caben en cortas líneas; pero en esas cortas líneas ha pasado la vida de un hombre, de un hombre el más ilustre de su país en aquel tiempo; y ha pasado en la miseria, en el exilio, con un drama nuevo á cada aurora ó una nueva decepción y una nueva amargura.

En vano se le ofrecieron á Montalvo legaciones en Bogotá, legaciones en París, ministerios de Estado: no aceptó. En vano las provincias liberales lo elegían diputado al congreso ó senador, como homenaje á aquel hombre irreductible que consagraba su pluma y su vida á desbarbarizar á la nación, á difundir principios generosos, á protestar contra la frailería y la dictadura imperantes. no aceptó nunca.

¿Se abstenía del servicio nacional por falta de patriotismo? No, Montalvo era un patriota. ¿Por rico? Menos: comido su patrimonio, apenas ganaba con qué vivir, valiéndose de los arbitrios de su pluma y de su inteligencia y hasta se dice que algunos admiradores lo ayudaron á veces discretamente para no herir su ingé­nita altivez. Verídico parece que Guzmán Blanco quiso auxiliarlo pecuniariamente en situación conflictiva para el maestro y que don Juan Montalvo se negó á  aceptar el apoyo. ¡Con qué cara iba don Juan á agradecer á ese presidente sin escrúpulos, aunque fuera un presidente liberal, lo que no aceptaría jamás de los presidentes sin conciencia á quien combatió! La dignidad no tiene patria; ni se puede ser noble en tal latitud y en tal latitud villano. José Martí, el último libertador, que estuvo en Venezuela en época de Guzmán Blanco, tampoco se allanó á aceptarle nada á Guzmán, sordo el tribuno a insinuaciones oficiales. Semejantes ejemplos debemos recordarlos, porque algunos canallas se imaginan que todo proscrito ha de ser un mendigo, y para que se sepa que no todo hombre de letras americano por fuerza pertenece ó ha pertenecido á la escuela de venalidad y mercenarismo de que es apóstol y prototipo cierto resonante portalira de Nicaragua: el cantor de don Bartolo, poeta de odas de encargo y turiferario de la Argentina, ese bardo que suplica le agradezcan en monedas las adulaciones líricas y, Cyrano Panza, desciende del Parnaso ó de la luna para que lo sobornen con los clásicos treinta dineros de cuantos traicionan, sea al apóstol, sea á la patria, ó para repletar muy prácticamente sus alforjas de queso manchego y de frasquitos con aguardiente.

Montalvo vivía pobremente porque era pobre; pero vivía dignamente por que era digno
.
La actitud inapeable del batallante le dio una autoridad moral inmensa en el Ecuador. En Montalvo  se fijaron todas las miradas: era el centro y la esperanza de la opinión radical.

***   ***   ***

De cuantos hombres de gobierno, para no decir hombres de Estado, afrontó don Juan Montalvo, desde el infusorio Urbina hasta la amiba Caamaño, sólo uno, García Moreno, fue digno de combatirse con él. Eran dos firmes caracteres, dos aceradas voluntades dos claros cerebros, dos hombres eminentes. Aquel escritor liberal y aquel repúblico teocrático, que tanto se odiaron, pudieron tener conceptos opuestos de la vida y del gobierno, antagónicos pareceres respecto á organización de las sociedades, pero coincidían en la sinceridad de la propia opinión, en el valor con que bregaron por sus convicciones, en el fuego para defender ó servir sus ideas, en el talento con que procedían. Ambos fueron espíritus severos, hombres incorruptibles, paladines apasionados. Ambos tuvieron la vocación del proselitismo. Ambos fueron apóstoles. Ambos moralistas, cada uno á su modo.

García Moreno ha sido un hombre desfigurado por sus enemigos políticos,. al punto de que su fisonomía, de rasgos tan precisos, aparece borrosa en las caricaturas. Fue de la mejor fe del mundo, y no por imitación sino por temperamento, Felipe II redivivo en pleno siglo XIX, en la América que acababa de separarse del altar y del trono españoles, que había hecho una revolución social y política y que dio nuevas bases a la sociedad,. En esa tierra y en esa época aparece la personalidad de García Moreno, anacronismo en carne y hueso.

Nada hay en él de lucradores como Guzmán Blanco, que se enriquecen con el peculado, ni de bárbaros heroicos y aguardentosos como Melgarejo, ni del instinto sanguinario de aquella hermosa fiera que se llamó Rozas; nada: porque era pulcro en el manejo de los caudales públicos; porque era un civil en la presidencia y de sobriedad ejemplar; porque si bien enérgico, á veces cruel, no derramó sangre por solo placerse en ella, aunque la que vertió mancha su memoria. El único de los gobernantes americanos con quien posee puntos de contacto es con Francia, el célebre dictador del Paraguay; pero la diferencia primordial entre ambos sombríos dictadores consiste en que el doctor Francia era un asceta y García Moreno un teólogo fanático.

García Moreno, de alcurnia clara, rico desde la cuna, brilló por su inteligencia y atesoró conocimientos en letras y ciencias. Estudió en Quito primero y luego en París letras divinas y humanas, ciencias naturales y exactas, lenguas vivas y muertas. En la Universidad de Quito, de la cual fue rector, regentó sin remuneración alguna, las cátedras de Química y de Física. Hombre de ideas, desdeñaba los bienes materiales; civil, fue á los campos de batalla en defensa de sus convicciones y se condujo con valor; presidente, arregló la hacienda pública y dio impulso al progreso material; jefe de partido, fue rigorista en punto á moral política; orador y hombre de pluma, sirvió á su partido en la tribuna, en el diarismo, y alentó el arte de escribir cuando fue magistrado. Sólo que su ideal político era la teocracia, y al servicio de ese ideal anacrónico puso un carácter de hierro, proclive al despotismo. Fue un déspota consciente, aunque en punto á religión, como fanático, de criterio estrecho y violento.

Como indicios de su carácter cuéntase que en París, en la flor de la juventud, se rapaba las cejas para no sentir tentaciones de salir á la calle abandonando los estudios y que, para no dormirse sobre los libros, de noche, metía los pies en un lebrillo con agua.

¿Verdad? ¿Fábula? ¡Quién sabe! Las leyendas son á veces la única verdad de la historia. La circunstancia de que un pueblo que lo conocía tanto como el del Ecuador le achaque leyendas semejantes, dado que sean leyendas, significa que no le creía incapaz de haberlas realizado.

Lo que si es constante es que de su contracción á los deberes y de su firme carácter dio cien pruebas como presidente aquel hombre de hierro. Levantados en armas los liberales, con Urbina á la cabeza, García Moreno sale de incógnito hacia Guayaquil y la costa, foco de la revolución. El trayecto, que se practicaba en cinco días, lo realiza en cuarenta y ocho horas. Cae como una bomba en Guayaquil, domina la revolución y regresa á Quito después de haber salvado su presidencia. Durante ese viaje fulmíneo, en alguna de las estaciones que hizo pidió de comer. El amo de la casa lo reconoció y empezó á prepararle un banquete.

Nada de banquete, señor, le dijo García Moreno; antes de veinte minutos necesito haber almorzado.

El huésped, adulón de suyo, apresuróse cuanto pudo, pero en el deseo de disponer un almuerzo digno del comensal dejó transcurrir quince minutos. García Moreno, que tenía el reloj en la mano, corrió al fogón, viendo el plazo próximo á cumplirse, sirvióse por sus manos una escudilla de arroz que en el fogón estaba y antes de que los veinte minutos transcurrieran tomó el camino dejando al adulón con un palmo de narices y la mesa á medio servir.

Después de Urbina alzóse contra García Moreno Un general de mucha cuenta: Maldonado. Lo fusiló. En vano la ciudadanía, el clero, la propia familia del presidente le pidieron la vida del insurrecto; en vano sacaron los clérigos procesiones por las calles; en vano las vírgenes, ó más claro, las imágenes, le suplicaban con su presencia la vida de Maldonado: lo fusiló. En una de esas revoluciones fusiló también, después de la batalla de Jambelí, á varios prisioneros; entre éstos se encontraba el señor Vallejo, antiguo condiscípulo de García Moreno, y un hijo dé aquél. Vallejo rogó que lo fusilaran primero á él, al padre, para no presenciar la muerte de su hijo. García Moreno los fusiló á los dos, al hijo el primero. Aquí García Moreno entra en los términos de la monstruosidad, y por esa página, la más odiosa tal vez de su vida, se mira condenado á la fraternidad con Nerón, y á que Rozas le estreche la mano como á un colega.

Los frailes, sus protegidos, le temblaron siempre. Entrábase aquel inquisidor cuando menos se le esperaba por conventos y sacristías, informándose por sus propios ojos de la conducta de regulares   y seculares, de la vida, que estaba viviendo la muchedumbre de iglesia. A clérigo bigardo, á fraile borrachín, á eclesiástico holgazán, al descuidado de sus deberes, al que infringía los mandamientos de Dios, lo reprendía por si propio duramente, y á ocasiones lo exponía á la vergüenza pública. Así hizo atravesar á un fraile mercenario ebrio, á caballo, toda la ciudad de Quito.
A los seglares amancebados los desterraba o los  encarcelaba, cuando no consentían en casarse; por donde resultaron cien matrimonios deslayados, Como diría Montalvo.
El tirano se manifiesta por crueldades, inútiles tal vez, ó por intromisiones en la vida ciudadana. Cierta mujerzuela que cometiera un crimen fue condenada á la deportación. A García Moreno le pareció la deportación inadecuada pena: él esperaba una sentencia capital. Magistrado respetuoso de la independencia que corresponde al poder judicial, convino en ejecutar la sentencia; sólo que al ser enviada la mujerzuela á la deportación hizo que los jueces la condujeran personalmente. Se trataba de un viaje al Napo, á catorce días de Quito, por caminos de cabras.

Otra vez, estando García Moreno en el templo, predicaba un frailecillo intonso, que no era un Bossuet ni un Masillon. García Moreno, teólogo profundo y . orador de primera fuerza, apeó al fraile de la cátedra sagrada y subiéndose al pulpito pronunció él el sermón.

Ese era el hombre contra quien combatió don Juan Montalvo durante quince años, el hombre que, por su talento, por su cultura intelectual, por su carácter cesáreo, por su pulcritud en el manejo de los caudales públicos, por sus arrebatos de ánimo, por su valor, por sus virtudes privadas, por sus crímenes políticos, por su absolutismo anacrónico, por lo que fue, en suma, y por lo que representa en la historia de su país, que es una regresión organizada á la Edad Media, aparece como el único dictador ecuatoriano digno de contender con Montalvo, el civilizador, el moralista, el humanitario, el liberal, el maestro.

El duelo entre estos dos atletas duró desde 1860, año en que García Moreno ascendió á la presidencia por primera vez, hasta 1875, en que fue muerto, por cuatro discípulos de Montalvo: Andrade, Rayo, Moncayo y Cornejo. Estos jóvenes conjurados que vibraron sus armas vengadoras contra el sombrío teócrata, eran el verbo de Montalvo hecho carne, eran la doctrina de Montalvo, armada con puñales, eran el espíritu de Montalvo convertido en centella.           

El escritor, cuando supo en el destierro la muerte del autócrata, tuvo súbita conciencia de su participación en el drama de Quito y exclamó, exultante:

Mi pluma lo mató.

Anduvo el tiempo. El 6 de enero de 1879 escribió don Juan Montalvo en Ambato, donde a la sazón estaba: « Para lo que ha sucedido en el Ecuador después de la muerte de García Moreno, yo de buena gana le hubiera dejado la vida al gran tirano ».

***   ***   ***

Era don Juan Montalvo un caballero de estatura prócera, tirando a cenceño, bien apersonado. La tez morena del hombre blanco nacido en los trópicos, con una gota tal vez de sangre indígena, daba un tono ambarino a su semblante; la riza cabellera de azabache se ensortijaba sobre la frente amplísima formando como un orbe de serpientes lucias; los ojos obscuros, grandes, luminosos, « se van, dice el propio Montalvo, se van como balas negras al corazón de mis enemigos y como globos de fuego celeste al de las mujeres amadas»; la nariz era recta, larga; los dientes blancos, uniformes, cuidados siempre con esmero; lampiño ó de escasa barba, apenas usó bigote. No fumaba. Muy presumido en  su persona, acicalábase cuanto podía. Gustó siempre de vestir con elegancia, porque don Juan llevaba a conciencia su nombre: era muy enamorado, y, á lo que cuentan, fue feliz en amores, a pesar de que su rostro, como el rostro de Mirabeau, ese otro amoroso, estaba picarazado de viruelas. A sus propias victorias donjuanescas sé refiere en breves líneas de los Siete Tratados, no exentas de fatuidad : « A despecho de nuestra antigentileza no hemos sido tan cortos de ventura que no hayamos hecho verter lágrimas ni perder juicios en este mundo loco, donde los bonitos se suelen quedar con un palmo de narices...»  La tradición le concede, en efecto, la virtud del conquistador de voluntades femeninas.

En el Ecuador contrajo nupcias con una bella paisana suya. ,A los pocos años divorcióse : de ese matrimonio salieron un niño, que murió, y una niña que aun existe, según creo, y se llama doña María de las Mercedes. En una querida suya francesa tuvo un hijo que vive en París. Y cuéntase que las aventuras amorosas de Geometría moral, son sus propias aventuras desguisadas. Podrían aplicársele estos versos del Arcipreste:

Era un garcón, loco, mancebo bien valiente,
No quería casarse con una solamente.

 Por lo demás, Montalvo opinaba: « Felicidad sin amor no hay alma seca y helada que imagine: preponderancia, honores, tesoros, salud, fama, todo va á dar en el centro de la felicidad única que es el amor»  . A las aventuras de Grammont las llama: « calaveradas de buen gusto y pilladas estupendas del último de los galanes franceses». Describe figuras, « blanco el seno, alta la cadera, gorda la pantorrilla».

Pero, no confundir: Montalvo no es el sátiro libidinoso ni el escribidor pornográfico: ese hombre lo hace, lo dice todo á lo caballero. Su vida es máximo ejemplo moral; su pluma la de un filósofo moralista.

Sobre proclive á la soledad, que fue su compañera de proscrito á menudo, don Juan Montalvo era ceremonioso, repugnaba la familiaridad. Refiérese que en Madrid sintióse desilusionado al conocer á Campoamor, quien, al revés de Montalvo, era muy campechano y en la primera entrevista le contó un cuento colorado. Aunque demócrata, ó más bien liberal de opiniones, Montalvo, que no fue cortesano como Horacio, ni cantó al pie de los poderosos, prefería á los demás hombres los aristas de la pluma y aborreció al vulgo, como el poeta latino:

Odi profanum vulgus...

El Ecuador ha sido durante casi todo el siglo XIX, con excepción de la última década, el paraíso terrestre de  clerizontes y beatos. La cuestión religiosa fue allí el más grave de los problemas nacionales. Apoyados en el espíritu de intransigencia y fanatismo, y hasta dándole impulso, los ultramontanos del Ecuador han podido gobernar luengos años: Los dictadores ecuatorianos, los presidentes, los ministros, cuantos personajes tuvieron en sus manos la dirección de la República desde el año de 1830  hasta las postrimerías del siglo, fueron todos ó casi todos clericales. El prestarles apoyo la nación a esos absolutistas y el que el partido conservador tenga allí tanto arraigo en la opinión significa que el sentimiento religioso de los gobernantes corresponde al espíritu nacional y no es, en definitiva, sino su reflejo y exponente. Como toda reacción es igual y contraria a la, acción, el partido liberal ecuatoriano hace del anticlericalismo número de su programa y canon de sus teorías; por donde el encarnizamiento de las luchas partidarias se extrema, en este punto de divergencia, hasta lo increíble.

La masonería y el libre pensamiento para los conservadores: he ahí el jabalí de Erimanto. El clericalismo, para los liberales: he ahí el enemigo.

Por eso Montalvo no se dio jamás reposo en combatir á la clerigaya. En su obra íntegra trasciende la fobia del clero. Este representaba para don Juan, no sólo, como en otros países, al cómplice de los tiranos, al ungidor de todos los déspotas, sino al propio dominador. De semejante pugilato con gente de loba y solideo nació ese libro tremendo que se titula Mercurial Eclesiástica, como de su pleito titánico con la dictadura nacieron las Catilinarias. Pero la unión de. déspotas y clérigos es tan íntima en la historia ecuatoriana que el -púgil los mancomuna y acollara en sus arrebatos. En ambos libros desborda la pasión, y el lenguaje, de un aticismo alborotado por la ira, se colorea con el fuego del ímpetu.

Este anticlerical es, por contraste, espíritu profundamente religioso, del propio modo que sus odios de tigre no eran sino desbordamientos de amor. Sólo los corazones que aman saben odiar. Sólo blasfeman los creyentes. Pero Montalvo, en rigor, no blasfemaba: todo lo respetable obtuvo de él respeto y todo lo santo veneró.

Este hereje fue un deísta: « Sí, Dios es y hace todo eso:  Dios ve el crimen, en medio de las sombras ». Este anticatólico fue un gran cristiano. A Jesús lo llama:   « Hombre divino», «resplandeciendo en su mirada el fuego eterno del Empíreo»  . « La Escritura Sagrada hace mención, a cada paso, de la ira de Dios; esta no es soberbia: no lo fue en Jesucristo porque no cabe semejante pasión en la Divinidad»   «Yo sé muy bien que Jesucristo es el modelo de la virtud; su Imitación uno de los mejores libros que han salido del corazón del hombre.»

Lo que subleva el honrado espíritu de Montalvo es la hipocresía, la especulación, la falsedad religiosa. Esto no era en él alarde retórico, ni pujos de filosofastro, sino esfuerzo benemérito contra una tremenda realidad de todos los días: luchó constantemente contra el farisaísmo de los santones y la abyección mental de los cameros crédulos. Para Montalvo « los preceptos del Decálogo son los que constituyen la religión propiamente dicha » ; no el formalismo que explotan algunos y sirve de máscara y aun pábulo a tantos. « Comer de un manjar y no de otro; hartarse de carne el jueves y de pescado el viernes; tirarse de rodillas ante un leño para cavilar en la iniquidad,; aporrearse el pecho sin verdadera contrición; andar sacando media vara de lengua negra al pie del altar y asesinando á Jesucristo en lo secreto de unas entrañas corrompidas ; echar de ventana abajo un cuarto al pordiosero, y reembolsarlo con la herencia del huérfano desvalido ; proferir sin conciencia algunos términos venales, en la rutina de esa devoción sin corazón con que ofendemos al cielo, y encarnizarnos sobre la honra y el sosiego de nuestros semejantes; cumplir, en una palabra, los mandamientos de la Iglesia y en cuanto le conviene á una á su negocio y huir de los de Dios : esta es la virtud .del hipócrita ».

Sería no acabar nunca si fuésemos á citar sus ataques á gente de cogulla y a beatos camanduleros. Cada embestida es un muerto ; porque este toro posee astas buidas y certeras. Sabe, por otra parte, más teología que un canónigo y conoce la Biblia como el mejor exégeta. Armado de todas las armas de la sabiduría, cuando sale a controversias cuenta las victorias por las batallas. « Yo veo con sinceridad, dice á los catolicones; vosotros no veis. ».
 
Y, en efecto, es tanta la sinceridad de este moralista que cuando topa un sacerdote evangélico lo pone sobre cuernos de la luna. Véase, si no, el episodio que titula: El Cura de Santa Engracia. Además, no confunde en sus ataques la esencia de la religión con aquellos holgazanes que han hecho de la fe una profesión de lucro; ni niega, sino por el contrario proclama, la necesidad social de las religiones:  « Sin el freno de la religión el hombre hace lo posible para perder su semejanza con el Hacedor: solamente los filósofos pudieran vivir sin él como viven con él, sí ya hubiera la filosofía negado la Soberana Esencia. »

Conocedor de todas las modernas teorías científicas expone, sin embargo, de acuerdo con su conciencia: « no repugna a la razón la idea de que los hombres tantos cuantos son los millones que cubren el haz de la tierra provengan todos de un solo y mismo padre».

Tales son las ideas, en punto á religión, del « hereje» don Juan Montalvo. Ese hereje, por su espiritualismo, por su profundo amor de Dios y del prójimo, por su culto de la justicia, por su tendencia al sacrificio, por su afección hacia los débiles y desvalidos, es un corazón eminentemente religioso. Pero el vulgo le llama ateísta porque combate a los fariseos, porque niega limosna que se pide para el Señor de los desamparados, y asienta: « El Señor de los desamparados, es probablemente un cleriganzo podrido en plata, de los que ahuyentan con los perros a los pobres que se asoman por sus umbrales, ó un cura de esos que amenazan con negar la sepultura á un cadáver si no le dan cien pesos para los dijes de su barragana ». Llaman ateo á este espíritu tan religioso porque la furiosa hombría de bien de Montalvo se transparentaba en sus prédicas y en sus actos. Cierta ocasión, en una esquina, delante de dos imágenes públicas rogaba un hombre. « Iba yo á pasar, dice Montalvo, cuando él ladrón me ase por la levita y dice con furia: hínquese, canalla.
« Yo no sé si murió del puntapié que le di entre pecho y espalda; pero si que me habrían hecho pedazos los católicos si por dicha no pierde el habla el viejo beduino y •no se ve en la imposibilidad de hacer gentes.

Esto no prueba ateísmo sino la arrogancia del moralista y el estado social del Ecuador en aquella época.

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Siete Tratados es tal vez la obra capital de Montalvo, la que mejor se conoce. Por voto unánime se la considera un monumento de la lengua castellana. Montalvo confiesa que la mayor parte de esa obra la compuso en 1873. Estaba entonces en la madurez de su talento: contaba alrededor de 40 años. Poseía gran cúmulo de conocimientos adquiridos en lecturas y en viajes; y aunque desterrada entonces, y en lucha contra. García Moreno, su espíritu encontró el vagueo y la serenidad requeridos para acometer empresa de tanta monta. Maravilla lo que había atesorado de conocimientos históricos, filosóficos, lingüísticos en medio de su vida azarosa y el arte con que se sirve de ellos. Escribe ensayos, como Montaigne; lo que le permite mostrar con libertad sus caudales, hacer incursiones en todos los campos del saber, y, aunque no tan ególatra como el gascón, entretenernos á veces con velaciones de sí propio. «Los Ensayos de Montaigne, opina, son una de las obras más excelentes y agradables que podemos haber á manos; de esas obras que nos hacen olvidar comida, sueño, barba, y nos instruyen tanto cuanto nos deleitan». Fue también, en sus últimos años, redactor, como Addison, de otro Espectador; y como Addison po­día tratar en él y trataba de cuanto ocurría ó se le ocurría ó creyera digno de comento.

Expurgando los Siete Tratados pueden extraerse la filosofía de Montalvo, su ideal ético, sus teorías literarias, su concepto de las sociedades, su intenso americanismo, y hasta detalles íntimos de su existencia. Filósofo, es idealista; apóstol por temperamento, predica la fraternidad entre los hombres, la dignidad social, el respeto á las libertades públicas, la tolerancia á las ideas ajenas; escritor, es gran hablista, un clásico; demócrata, más por obedecer al influjo de teorías imperantes, hoy revaluadas, que por temperamento, acepta la nobleza, reconociéndole como origen el mérito de algún hombre, aunque no olvida asentar : « la nobleza sale de la plebe y vuelve a  ella»; moralista, no titubea en proclamar el tiranicidio; proscrito, víctima, es de un optimismo imperturbable ; menesteroso, es un epicúreo; americano, envuelve a todas las repúblicas en el mismo amor filial, cita a cada momento las cosas de América, hace constantes incursiones á la historia de nuestro gran país; individualista, aborreciendo á los gregarios y a los sectarios, fue, sin embargo, núcleo de aspiraciones populares.

Cree en los hombres providenciales y en el heroísmo á lo Carlyle. Así de Bolívar expone:« Muerto él, España tan dueña de nosotros como en los tiempos de nuestra servidumbre y América á esperar hasta cuando en el seno de la nada se formase lentamente otro hombre de las propias virtudes; cosa difícil aun para la naturaleza, como la Providencia no la asistiera con sus indicaciones ».

No lo arredra el tiranicidio; antes lo proclama sin embajes : « La vida de un tiranuelo vil sin antecedentes ni virtudes; la vida de uno que engulle carne humana por instinto, sin razón y quizás sin conocimiento; la vida de uno de esos seres maléficos que toman á pechos el destruir la parte moral de un pueblo, matándole el alma con la ponzoña del fanatismo, sustancia extraída por ,   putrefacción del árbol de las tinieblas ; la vida de uno de esos monstruos, tan aborrecibles como despreciables, no vale nada... Los tiranos, los verdaderos tiranos, se ponen fuera de la ley, dejan de ser hombres, puesto que renuncian los fueros de la humanidad, y convertidos en bestias bravas pueden ser presa de cualquier bienhechor denodado ».

 Aunque purista en punto a lenguaje, ve más allá de la punta de su nariz y creador de hermosura, no se imagina, como tristes é infecundos preceptistas, que la gramática es el non plus ultra del arte de escribir. « La gramática, opina, no es tierra para flores; mas como ella da los frutos del idioma preciso es cultivar ese campo de espinos y plantas sosas».

Los que difunden sus pensamientos por medio de la pluma deben ser amenos, a Los autores que aderezan la inteligencia de manera de hacerla paladear ávidamente a los que la prueban, esos son los maestros. » Y  hace mención honorífica de « esos que echan á la sabiduría el grano de sal indispensable para su conservación, y el de locura, sin el cual el extremado juicio del filósofo vendrá á parar en insensibilidad y desabrimiento».  Su grande amor en literatura fueron los maestros del siglo de oro español, mayormente Cervantes.

Sus sarcasmos suelen ser terribles. A los hispanoamericanos que se creen descendientes de María Santísima les aconseja que no rastreen el abolengo porque pueden dar con el Potro de Córdoba, el Azogúelo de Segovia ó la Playa de Sanlúcar. A los eunucos los llama: « miembros descabalados ». Un canalla de alemán escribió: « La raza hispanoamericana es tan menguada que jamás dará un hombre capaz de componer un libro ». Montalvo responde: « El prusiano Paw hubiera dicho más si no le hubiera faltado el vino ».

Tiene frases y pinturas lacónicas, magnificas, aunque a, menudo suele recargar sus adornos tocando en lo plateresco. Del Nuevo Mundo dice: « Este inmenso depósito de sombras». A Felipe II lo nombra: «Monarca ungido con sangre». El padre Las Casas es : «el ángel de la guarda de los indios ».

Sus venganzas fueron sonadas. Ordóñez, arzobispo de Quito, condena los Siete Tratados como libro herético. Montalvo toma la pluma é inmortaliza al mitrado con una inmortalidad bien poco trascendente á rosas y virtudes, aventándolo como lo avienta en la Mercurial eclesiástica, « adonde sabía el coronel Cambronne». Don Aureliano Fernández Guerra y Orbe, que tenía menos nombres que presunción y más apellidos que talento, se permitió una ocasión acoger á Montalvo sin la debida cortesanía. Pues Montalvo agarra al vejete idiota por donde más le dolía, que era por un discurso académico, lo desvalija de oropeles y lo exhibe desnudo de ciencia y de bondad á la risa de las generaciones.

Corona de laurel á los héroes. Siente por el Libertador una admiración sin límites. «Guerrero, escritor, orador, todo lo fue Bolívar y de primera línea. ¿En qué le cede á, los grandes hombres de lo antiguo? En que es menor con veinte siglos... ¿Qué será de Bolívar cuando sus hazañas, pasando de gente, en gente, autorizadas con el prestigio de los siglos, lleguen á los que han de vivir de aquí á mil años?... Dentro de mil años su figura será mayor y más resplandeciente que la de Julio César ».

A los yanquis no los quiso, ni podía quererlos, aquel idealista, enamorado de toda galanura moral, intelectual, física. Jamás fue ni deseó ir á los Estados Unidos. Ariel mal podía placerse en el imperio de Caliban. Pero sus razones de antipatía á los yanquis son razones epidérmicas, razones de orden subalterno, no razones de peligro racial y continental. Montalvo, que no poseyó la mentalidad poderosísima de José Martí, ni menos el genio de Bolívar, no exclamó como el cubano, que temía la agresión en América de sajones á latinos y comprendía la ceguedad del Sur respecto á la sedicente República modelo: « conozco el monstruo porque he vivido en sus entrañas y; tampoco pronunció, como hizo, el Libertador á comienzos del siglo XIX, sintiéndose entorpecido por los yanquis en su plan de. libertar á las Antillas y de llevar la guerra á las Filipinas y las Canarias, estas palabras de oro, estas palabras proféticas : « los Estados Unidos parecen haber sido puestos por la Fatalidad en el nuevo mundo para causar daños a, América en nombre de la libertad». Y cuenta que Bolívar pronunciaba semejantes conceptos, hace casi una centuria, cuando la República yanqui no era mayor de ocho ó diez millones de habitantes y en aquella época en que Bolívar era todo­poderoso y decía con razón de Colombia la grande: «en América no existe poder humano que pueda oponerse á, la fuerza militar de Colombia ».. Sin embargo, se opuso la diplomacia norteamericana, que se reservaba como presa las Antillas, y que miraba con disgusto crecer la figura y la influencia del Libertador; se opuso diciendo, que éste iniciaba con la expedición á las Antillas una guerra de conquista y en aquellos momentos en que Bolívar estaba absorbido en el Sur por el gran pensamiento — del cual la liberación antillana era solo parte — de formar con todas las naciones de Hispano América : «la madre de las Repúblicas, la más grande nación de la tierra».

Don Juan Montalvo, en suma, fue un apóstol sincero, honrado, abnegado, cuya existencia de incesante combatir por las ideas que creyó buenas y justas puede servir como un modelo de consagración y de bravura; fue un filósofo moralista, mitad estoico, mitad cristiano; fue un self made scholar; fue, como Castelar y Víctor Hugo, á quienes se parece, un pensador de segunda fila y un escritor de primera fuerza. Su memoria maravilla y el tino con que la empleaba. Imaginación encendida, poeta por la opulencia de la fantasía, su prosa, rebosante de imágenes, va arrastrando un manto azul bordado de constelaciones. Tiene del poeta, junto con el pensar á menudo por imágenes, el don de la objetivación. Lo más abstruso y abstracto asume en la prosa de Montalvo concreción, figura coercible.

Pero Montalvo no ha sido ni será nunca escritor popular. Su prosa lo condena á ser más admirado que leído. Al vulgo no llegará nunca. Es un literato para literatos. Para gustar su prosa amanerada, solemne, sabia, se necesita de iniciación. Esto no indica demérito. También se necesita de iniciación para comprender lo poesía de Homero, que sin embargo fue popular en su tiempo, la pintura de Rembrandt y la música de Wágner.

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El Ecuador puede estar orgulloso de haber dado a la América tal hijo. Esta tierra de volcanes produce temperamentos volcánicos. No tiene el Ecuador la fecundidad de otros -países americanos para producir hombres de letras. La tierra duerme un buen espacio de tiempo; pero es que ciertos alumbramientos necesitan gestación prolongada ; y en Ecuador después de un Olmedo nace un Montalvo.

Mientras vivió don Juan, desde el día cuando se mezcló en las luchas partidaristas no tuvo patria. Las circunstancias políticas y sociales de la nación le fueron adversas. Exilado, salió á beber el agua de los ríos extranjeros. En América viajó por Colombia; en Europa por España, Italia, Alemania, Inglaterra y Grecia. Sus últimos años los pasó en París.

Casi en abandono, pobre, triste, proscrito, corrieron amargamente para don Juan Montalvo los postreros días de su vida. Sin embargo, no se quejó de nadie; al contrario, bondadoso y religioso, exclamaba que ni. Dios ni los hombres le habían faltado.

Muerte de Juan Montalvo

Una tarde, en la primavera, de 1888, a causa de cambio brusco de temperatura, atrapó una dolencia que lo tuvo padeciendo durante un mes. Al cabo de ese tiempo se reconoció que tenia, un derrame pleural. El médico francés León Labbé le extrajo de la pleura, por medio de, punciones, un litro de licor ceroso. Montalvo mejoró. Engañosa mejoría. Los dolores intercostales de que se quejaba desde que cayó enfermo, interrumpidos con la  extracción del líquido, reaparecieron. Tenía interiormente, según opinó el médico Labbé, un gran foco de supuración. Era menester operarlo, y con tal objeto lo transportaron á una casa de salud. Aquel férreo y viril don Juan no consintió en que lo anestesiaran ni durmieran.

— No, dijo á los operantes, en ninguna ocasión de mi vida he perdido la conciencia de mis actos. No teman ustedes que me mueva. Operen como si la cuchilla no produjera dolor.

El señor Yerovi su amigo, que presenció la operación, expone que ésta « consistió en levantar dos costillas de la región dorsal, después de cortar en una extensión de un decímetro, las partes blandas de esa región; dar la mayor dilatación á la herida, mediante pinzas que recogen carnes sangrientas, y luego colocar algo como una bomba que tiene el doble objeto de aspirar los productos del foco purulento é inyectar líquidos antisépticos»...

 «Todo esto duró, agrega Yeroví, cosa de una hora; mientras tanto él enfermo no había exhalado una queja »...
 
La operación no pudo salvar al maestro. Lo condujeron a su casa adonde, comprendiéndose grave, quería morir. Era el 15 de enero de 1889. Arribado á ésta aseguró sentirse mejor y dijo :Siento que toda mi vida se concentra en mi cerebro. Podría componer hoy una elegía.
Al día siguiente, el 16, mientras la nieve de enero caía sobre París, agravóse. Trajeron á un sacerdote. Cuando el sacerdote lo invitó á confesarse, don Juan repuso :
No, padre, yo no creo en la confesión.
— Piense usted bien, arguyó el levita, que va á presentarse delante del Creador.
— Padre, contestó Montalvo, estoy en faz con mi razón y con mi conciencia : puedo tranquilo comparecer ante Dios.
Poco después, dijo:

— En mi enfermedad ni Dios ni los hombres me han faltado.

El 17, sintiéndose ya morir, vistió Se gala y sentado en el más cómodo sillón de su aposento se puso á esperar á la muerte. El carácter ceremonioso y estoico de Montalvo está pintado en esa última escena de su vida Le faltó quizás naturalidad para morir, pero no le falto valor. Murió como bueno. A su amigo el señor Yeroví que se extrañaba de encontrarlo tan acicalado, le dijo

Cuando vamos á cumplir un acto cualquiera de solemnidad nos engalanamos, lo mismo que cuando esperamos á algún personaje de cuenta. Ningún acta más importante que abandonar la vida. A la muerte debemos recibirla decentemente.

Estas palabras revelan al estoico, como revela al -poeta nacido en el corazón de nuestras florestas de América el anhelo de mirar flores antes de morir y de tener flores en torno de su cadáver. Uno de sus últimos ademanes fue tomar una moneda y mandar á comprar flores.

Le llevaron cuatro claveles. En invierno, en París, y por cinco francos, no le podían tapizar el aposento de rosas y de lirios. ¡Pobre Montalvo!

Poco después de llegar sus tristes claveles exhalaba el último aliento. Era el 17 de enero de 1889. Murió en el cuarto piso de la casa número 26,  rue Cardinet. Asi, miserable y altivo, se extinguió aquel claro cerebro; así se rompió una de las más próceras plumas de América.

R. BLANCO-FOMBONA.
París, 1912